Lo escencial es invisible a los ojos.

martes, 22 de noviembre de 2011

El Boleto



Hace dos meses. Compramos los boletos para el tren.
El tren que nos llevaría a Villa Las Luces. Mi pueblo natal.
Mi sueño —por fin— asomaba cumplirse.
Siempre soñé ir. Con ella.
No conocía el origen de mi infancia. Durante años, le referí historias. Mínimas. Que contaba mi abuela. De la familia primera. Sangre de sangre venida de España.  De mi niñez. La escuela primaria..
Hace un mes. Ella murió. En minutos. Ella murió.
El sueño voló en astillas. Como pájaros. Sin alas. También mi adentro.
Se rompió. 
Mi vida por completo.
Hace dos semanas, mis hijas. Mis nietos. Tíos, primos y demás parientes. Allegados. Vecinos. Compañeros de trabajo. Incluso el almacenero. Complotados. Insistieron. Por vez centésima. Que fuera nomás a Villa Las Luces. 
Nada sería igual sin su amada compañía. Pero me distraería.  Haría bien.
Fue cuando comencé a hablar con ella.
En mi cabeza.
Preguntas. Respuestas.
Muy breves.
Aconsejó que hiciera el viaje. Me distraería. Haría bien.
No me atreví a contar lo que había comenzado a pensar.
Había comenzado a pensar en ir a Villa Las Luces, sí.
Pero, a quedarme. A transcurrir el resto.
Era mi origen. Mi lugar.
La casa estaba llena de ella.
Y absolutamente vacía. Sin ella.
¿Cuánto más soportaría la pena de seguir?
Solo.
Decidí esconder mi determinación. Diría que iría. Pero, además, iría a tantear.  Ver. Sospechar el futuro. Allá. Sin ella. Allá. Sin ella. 
A poco de regresar, emprendería la vuelta definitiva. Con algunos libros. Nada más.
Cuando hice el anuncio, mis hijas. Mis nietos. Tíos, primos y demás  parientes. Allegados. Vecinos. Compañeros de trabajo. Expresaron su alegría. Su convencimiento de que el viaje me distraería. Haría bien.
El almacenero sumó. Luego, pidió que, antes de partir, le abonara la deuda. 
Después. Sucedió.
Por más que indagué y rebusqué. No encontré los boletos para el tren.
Convoqué a mis hijas. A un par de amigos íntimos. Colaboraron en la pesquisa. Revolvimos en sitios inimaginables. Pusimos el “Dulce Hogar” patas arriba. Su escritorio. Sus carteras. Sus.
En vano. Los boletos no aparecieron.
Alguien. Creyente. Supersticioso. Sugirió una bruja. Una vidente. En el barrio residía doña Pepa. Una experta.
La trajimos.
La pitonisa quemó inciensos. Salpicó agua bendita. Exigió música ambiental tenue. Cerró los ojos. Y rezando. Y tropezando con muebles y objetos varios. Recorrió la vivienda. En su integridad.
Una hora más tarde. Se fue. Con los ojos abiertos. Y cien pesos.
Pero, los boletos para el tren no fueron hallados.
Una de mis hijas concluyó que, tal vez, nunca estuvieron en el domicilio. ¿Quizás en el banco?
Fuimos. La caja de seguridad encerraba cartas y fotografías sepias.
Me rendí. Nos rendimos.
El viaje quedó cancelado. 
Ayer. Cuando “nuestro” tren había subido la montaña hacía días. Y yo hablaba con un portarretrato que —desde tiempos ha— enseña su adorado rostro, ocurrió.
Impulsado por fuerza desconocida. Hurgué en su interior.
Detrás de la fotografía. Encontré uno de los boletos del tren.

Tenía mi nombre y número de documento. 

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