Lo escencial es invisible a los ojos.

viernes, 17 de junio de 2011

Selecciòn de cuentos Argentinos para 9 año

Liliana Aguilar de Paolinelli (San Juan)
LA TORMENTA
En muchas partes he oído acerca de "ahogados". Quien más quien menos nos relata que estaba. "bellísimo", otro que era horrible como escuerzo, y así cada uno con su versión.
Cuando yo vi al ahogado en la playa, boca abajo, bebiéndose el océano con sed infinita, tuve la sensación de' que la .gente exagera demasiado, porque un ahogado es un muerto y éste, bien digo, era el muerto más muerto del universo. Nada más. La playa silenciosa y la puesta de sol era un espectáculo' digno de cualquier funeral. Nadie, salvo yo, había notado la presencia del caver en la playita baja de Punta del Dunar, o eso creí, entonces, y me quedé un buen rato mirando extasiado como el agua mojaba y remojaba el cuerpo, cómo las olas jugaban con él, meciéndolo rro rro rro. Me acerqué. Un cuchillo clavado en su espalda corroboró mi primera impresión.
La sangre salía a pequeños borbotones y se escurría buscando el declive de la arena, El agua diluía la sangre y la convertía en una delgadísima cáscara rosada desde el cuerpo hacia el borde de arena. La cara del hombre no se veía bien, es decir, no pude verla mejor, de cualquier modo, no la hubiera reconocido dado que yo era un turista más de los miles que invadíamos la playa en esa época del año.
Un brazo había escondido abajo del cuerpo y el otro, cuan largo era, a su costado. ¡Ni que estuviera dormido! Observé con tamaño espíritu de investigación que el cuchillo era de los comunes, casi se diría que no hubo necesidad de afilarlo, y ya en el tema: como los peces no usan cuchillo y los hombres no se suicidan por la espalda, concluí que era un asesinato. ,
Por fortuna la seccional no distaba mucho de la playita y fui retrocediendo con alguna cautela, creo que en puntas de pie, siempre de cara al ahogado y recién al llegar al murallón del puente, comencé a caminar con paso normal. Trepé de un salto hasta alcanzar la pasarela y casi sin ninguna prisa, me detuve a mirarlo. No, no era una pesadilla. Allí estaba.
Posado en la barandilla pude apreciar un detalle que antes me pasó inadvertido: los anteojos. Sus anteojos habían quedado a poca distancia del cuerpo, tan-poca, que quizás estuve a punto de pisarlos.
El detalle, que en' principio, me 'pareció de crucial importancia, luego me lo fue pareciendo menos y ya, cuando decidí seguir camino de la comisaría, lo había olvidado por completo
¡Qué va a hacer uno! Si no lo vi fue porque soy chicato  de nacimiento y, de' cerca sin los lentes, no veo ni mi sombra (eso es lo que dice Doris, mi mujer, cada vez que sale a relucir el tema). .'      .
Del puente a la calle principal no hubo más que un paso. El trayecto incluía un pequeño desvío: entrar al hotel donde nos hospedábamos con Doris, y contárselo. Fue entonces cuando recordé el compromiso contraído con Manolo para ir al teatro todos juntos esa noche. Ya no quedaba demasiado tiempo y supuse que Doris estaría enfurecida por la demora, de modo que pasé frente al hotel con toda velocidad y doblé en la primera esquina.  
Al cruzar la calle, vi el escudo en la fachada del único edificio de dos plantas y el guardia en la puerta. Buenas tardes, pero debió ser por el frío que ya se anunciaba o porque los guardias no saludan a nadie, no devolvió mi saludo.
Traspasé la puerta. principal y cuatro internas "Oiga, agente, vengo a. denunciar un ,asesinato. Mire, yo lo único que quiero es informarles que he visto un tipo muer… SE DAN CUENTA QUE ES UN CRIMEN ALEVOSO... maldito el apunte que me llevaron. O estaban sordos o se hacían los idiotas, el caso es que traspuse nuevamente las cuatro puertas internas y la principal, ya ni. saludé al guardia y si la mismísima policía no se daba por enterada, a' quién diablos le iba a contar lo que sabía.        .
Sentí la tremenda necesidad de volver a la playa. Doris no tenía más remedio que esperar.
Acomodé lo mejor que pude el muñón izquierdo (un accidente como cualquiera tiene uno en la vida, sólo que éste me dejó sin brazo) y caminé con rapidez, diría yo, eché a correr en dirección al puente, como si el muerto pudiera escaparse. Pero no. Allí estaba tal como lo había dejado. Creo que si no se hubiera tratado de algo tan macabro, en verdad sería un espectáculo muy hermoso: aquel cuerpo tendido con tanta paz, con tanta frescura, con un sol que ya no era sino una sola raya horizontal abierta sobre el mar para señalarlo...
Quedé un rato pensando en mi dilema: no podía irme así, tan tranquilo y dejar el muerto librado a su suerte, ni sabía a quién recurrir.
Ensimismado en tan profundos pensamientos, noté, tardíamente que una pareja me había estado observando todo el tiempo, y ahora, se alejaba a gran velocidad, ambos tomados del brazo y cuchicheando entre ellos. Entonces me invadió la desesperación porque, alguien que vuelve al lugar del hecho como si en realidad le importara, ¿quién es? EL ASESINO, no cabe duda. Por otra parte, me habían visto realizar los movimientos más sospechosos e inquietantes que pueda llevar a cabo una persona en estado de culpabilidad. ¿Y SI DAN AVISO A LA POLICÍA? Porque a mí podrían haberme ignorado, pero dos testigos...
Entre qué hago, qué no hago, le largué una nueva y profundísima mirada de respeto al cuerpo yacente, vaya a saber por qué y salí del puente como alma que se la lleva el diablo… Doris. . Exactamente iría al hotel y le contaría a Doris.  Pero en el cuarto del hotel no había nadie. Sólo una nota para el personal encargado de la limpieza con un dinero en calidad de propina.
Creo que en ese instante olvidé al muerto para sorprenderme: ¡si aún faltaban cinco días para terminar nuestras vacaciones en Punta del Dunar!
De pronto, como una luz, recordé el teatro. Y a Manolo, mi amigo de infancia cuya presencia en aquella ciudad balnearia había hecho posible nuestras vacaciones. Entonces decidí llegar hasta su chalet, no demasiado lejos del hotel, ni del muerto, ya que debería pasar nuevamente por ese lugar, maldita la gracia que me hacía.
La noche me acompañó como si hubiera sabido de antemano el desenlace. Una neblina intensa comenzó a cubrir el cielo y la tierra, y los nubarrones del Sur indicaron la tormenta próxima.
El chalet estaba a oscuras y por más que sacudí el timbre, las palmas y me desgañité gritando, nadie salió a recibirme. Di la vuelta por la entrada de servicio: estaba abierta. Con más terror que sigilo porque además de lo que ya estaba sabiendo que hacía era ni más ni menos que una violación de domicilio, entré.         \
Pero allí .no pasó nada: la casa algo revuelta, alguien mucho apuro, seguramente. Calcetines en el living, lo cual no, me extrañaba en la casa de Manolo, un soltero con pinta  y plata (¿te,acordás, Doris? Yo siempre dije que Manolo iba a terminar mal), los discos desparramados sobre el sofá, dos vasos de whisky en la alfombra mullida y mis anteojo ...
Mis anteojos, sí, caramba. Mis anteojos dejados en el hotel, no en la casa de Manolo.
Entonces me fui a la habitación: la cama estaba desarmada nada raro por cierto, pero la alfombra adornada con enormes flores rojas de sangre.
Me puse blanco. Ya ni terror sentí. Sólo asco, vergüenza, rabia. Salí.
No sabía qué hacer ni adónde dirigirme. Al llegar al puente me detuve pero ya no miré el cadáver, que pienso seguirá solo, solo hasta que mañana la policía descubra el hecho. Recuerdo la pareja que vi alejarse con gran velocidad de allí, ya no cabe duda. La tormenta arrecia, el agua corre cenagosa por todos lados es una lluvia infernal con viento y todo. Me quedo muy quieto, inerme y ahora sí miro al muerto más muerto del universo que no es ni feo, ni lindo, ni escuerzo. Me miro a la distancia y pregunto por qué.    .
Dejo que el oleaje venga y vaya, me moje y me remoje que la tormenta me empuje más allá, más acá, que la arena trague toda mi sangre o se diluya en el agua. Aprieto contra el cuerpo el muñón izquierdo para que la gente crea que he caído con el brazo doblado. ¡Que tengan buen viaje! Yo ya he partido hacia otros rumbos.
(De El hombrecito de la botella)

Roque Grillo  (San Martín, Mendoza)

No Somos Nada

Hoy tiene que venir. La  desgraciada no va a aguantar otra semana sin verme. Sabe que la estoy esperando. Seguramente juega con mi angustia. Por lo menos debería haber llamado para agradecerme las cuatro truchas que le mandé hace unos días. Y su teléfono, que nadie atiende.
Tampoco hoy. El marido tiene que haberse quedado en casa esta semana. O los chicos están enfermos. O la maldita iglesia está planeando otra feria de platos. O el hermanito se quedó sin trabajo otra vez y está viviendo de gorra, como siempre.
No la vi. Estuve más de dos horas en la esquina de su casa y no hay movimientos. Nadie salió a barrer la vereda. Ni a quejarse porque los chicos están rompiendo las flores con sus juegos. No fueron a comprar el pan. Ni la carne. ¿Esta gente no come? Mañana voy a volver y me quedaré toda la mañana.
Ya pasó mediodía y como si nada. Igual que ayer, todo cerrado. Todo en silencio. La vereda está sucia. Ni el cartero ha pasado. Y ese mocoso dándole a la pelota hasta aburrir. Tal vez sepa dónde están. ¿Cómo, no se enteró? Hace como diez días que se murieron todos: ellos, los dos chicos, el hermano de la señora. Hasta el perro. Parece que comieron pescado podrido. En fin don, no somos nada…

Abril de 2010.











LA BIBLIOTECA

“La Biblioteca perdurará :iluminada, solitaria, infinita,
 perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos,
inútil, incorruptible, secreta”
 (La Biblioteca de Babel - JLB - 1941)
El diseño superaba por amplísimo margen las especificaciones del pliego de licitación. Su maqueta, un despilfarro de imaginación, buen gusto y bricolaje. Los autores, genuinos creadores, asumían con modestos ademanes la catarata de elogios que se vertían en el amplio recinto gubernamental. Finalmente, el país tendría su Biblioteca Nacional. Y eso, en tierra de literatos era, casi, una obligación inexcusable.
 El proyecto demoró en arrancar ya que nadie que presumiera de intelectual quería dejar de verse retratado o de entrevistarse con los ingeniosos artífices de una obra de tan magna concepción. Y esto, por varios meses, no dejó tiempo para trabajar en la ejecución. Finalmente, agotados los admiradores y envidiosos y ocupados los medios periodísticos en otros temas de importancia relativamente menor, la construcción comenzó. Los materiales procedían de distintas partes del orbe y eran, invariablemente, los mejores en su tipo. Los fondos fluían con una regularidad asombrosa y se gastaban meticulosamente en detalladísimos rubros, haciendo gala de una notable rigurosidad que daba cuenta del destino de cada centavo. Pronto, diseñadores, capataces, obreros, trabajaban en una comunidad de esfuerzos que permitía adelantar etapas, avanzar sobre los cronogramas, obviar minucias, salvar inconvenientes, soslayar dramas burocráticos. Además, se reducirían costos, lo que se reflejaría al terminar la faena.
 Cada quien asistía asombrado a este desarrollo, insólito e inesperado. Los programas escolares, en todos los niveles, se redibujaron para dar cabida a este modelo de emprendimiento. Las empresas adoptaron esos nuevos métodos de desarrollo y aún la milicia copió, con disimulo, el estilo.
            Un año pasó prontamente y, piso tras piso, la mole fue perfilando su contorno, firme, pétreo, inconmovible. A su alrededor surgían bosques de rebuscado paisaje, lagos que reflejaban las alturas alcanzadas, fuentes para alimentar tantas raíces, caminos que trazaban un ordenado laberinto. El país entero contenía el aliento.
       Finalmente, el edificio, es decir, paredes, pisos, techos, escaleras, estaba completo. Un ejército de servidores públicos se abalanzó a limpiar y pulir. Y otro trajo los muebles, las lámparas, los incontables artefactos que aseguraban su funcionamiento. El genio de algún genio estaba de buen humor e hizo que las cosas funcionaran de maravillas. Y después, cientos, miles de transportes llegaron con su carga de libros. Ediciones especiales, diseñadas para la ocasión, respondiendo a los más ultramodernos criterios editoriales. Primero, los de origen nacional; después, los extranjeros, hasta agotar la nómina de naciones contribuyentes. Era un río que fluía sin encontrar obstáculos. Con una objetividad absoluta, recién cuando cada cosa estuvo en su lugar, probada y aprobada, se anunció la fecha de inauguración. Se contrató un servicio de seguridad privada internacional y se enviaron, además de las invitaciones oficiales de rigor, sólo 410 tarjetas personales e intransferibles a otros tantos iluminados que integraban el "Quién es quién" de la cultura autóctona. El servicio de comidas seleccionado permitiría atenderlos con lo mejor de la cocina universal, desechando la costumbre de hacerlo con platos típicos. Esto quedaría para los visitantes comunes, cuyo número se estimaba, para la jornada de apertura, en no menos de 30.000, lo que no sería un problema, ya que se habilitarían a un tiempo alrededor de cien accesos.
        Y llegó el momento. En homenaje a un poeta local de cierto renombre, en lugar de la acostumbrada tijera, la cinta se cortó con un cuchillo que luego pasaría a ocupar un sitial de honor en la encristalada urna que dominaba el amplio salón central. Después, rozando apenas un botón, todas las puertas se abrieron sincronizadamente, sin que se escuchara un ruido. La marea humana debía ingresar entonces. O en unos segundos. O en unos minutos. Pero la sofisticada sala de prensa, en el primer entrepiso, sólo albergaba a un escuálido escriba que manipulaba constantemente el audífono que lucía en su oreja izquierda y, pasadas dos horas, las autoridades, con su elegancia un tanto desdibujada, se convencieron de que no vendría nadie, con excepción de tres turistas japoneses. 
Lentamente, las luces se fueron apagando y las fuentes redujeron sus chorros a proporciones misérrimas. Las bebidas se calentaron y la comida se enfrió. El arquitecto principal cortó sus venas con el cuchillo ya mencionado.

         Mientras tanto, el centro de la cosmopolita ciudad estaba paralizado. En la 9 de Julio no cabía un alma. Por primera vez y junto al Obelisco, pintado de púrpura para la ocasión, cantaban a dúo Carlitos “La Mona” Giménez y Charly García.
Cuento ganador del 1º premio del Certamen literario cuyano "Guaymallén, Cuna de las letras" organizado por la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Guaymallén

Emilio Fernández Cordón (San Martín, Mendoza)
UN ASALTO FÚNEBRE
                    Del libro CUENTOS PARA MATAR... EL TIEMPOEco Ediciones Bs. As., 200 6
"Usted que es abogado y conoce mucho el paño tiene que ayudarnos, doctor. Siempre fuimos clientes suyos y nunca le fallamos, así que le toca a usted quedar bien con nosotros, doctor. El asunto por el que lo molestamos arranca más o menos a la mitad del mes pasado. Resulta que es tanta la mishiadura que hay por todos lados que, con la banda, ya no teníamos adónde ir a robar ni a quién. Usted sabe, los de la banda somos cinco: el Potrillo, el Dulceleche, el Dienteroto, el Gris y yo. Bueno, como le dea, hay tanta malaria en la calle que estábamos sin un mango y no encontrábamos de
dónde surtirnos. Para colmo, usted sabe, cada vez hay más pobres. Y los que tienen algo andan armados, ponen rejas hasta en las acequias de las casas y alarmas hasta en el tacho de la basura. Bueno, cuando más desesperados andábamos y sin una moneda para parar la olla, al Gris se le ocurrió la solución: asaltar un velorio. Es decir. buscar en los avisos fúnebres un muerto rico y caer. Pero, claro, estaba el problema de que ahora los velatorios los hacen en salas del centro y tienen vigilantes, así que tuvimos que aguantar hasta que apareciera un muerto con plata y lo velaran a domicilio. Pasó un tiempito hasta que, el otro día, salió en el diario uno que había espichado como los reyes, en cama de lujo y durmiendo. Lo s importante, gracias a Dios, era que el velorio se lo hacían en la mansión que el punto tenía en Chacras de Coria. Bueno, el caso es que conseguimos prestadas pilchas finolis y fuimos. Llegamos, pusimos cara de tristes, dijimos que éramos empleados del pobre santo y nos dejaron entrar. Todo resultó de diez, doctor. Hicimos una fila con los parientes y figurones que había y les fuimos sacando los billetes, las joyas y hasta los tapados de piel y guardando todo en unos bolsos. Ni un drama. Los tipos colaboraron sin chistar y no tuvimos que usar los chumbos para nada. Ya nos íbamos cuando al Gris, cuándo no, le vino la idea de revisar al finado y quitarle el oro y los anillos. Para la falta que le iban a adonde iba, dijo. Y, mientras todo el mundo protestaba indignado y los hacíamos callar con amenazas, el Gris fue y metió mano en el cajón. Le estaba chapando el reloj al difunto, Y tironeaba porque estaba ajustado, cuando el coso pegó un grito propiamente de fantasma y se sentó en el jonca de un solo envión y lo calzó del cuello al Gris que chillaba más que el muerto. Y, bueno, doctor, lo dejamos al Gris y salimos como gargajo de músico, saltamos la pirca y seguimos corriendo hasta que vimos que nadie nos perseguía. De ahí, con los lompas mojados por el susto, nos fuimos al aguantadero del Pelado Fernet, usted lo registra, el que tiene el mate abollado. Bueno, pero lo peor del fato es que con la disparada nos olvidamos de los bolsos y todo el barullo fue al puro nomás. Al día siguiente, nos pareció más que raro que ni los diarios ni la tele contaran nada del balurdo que armamos: después nos enteramos  del motivo. Y, ahora, doctor , el Gris como subuenhijodemalamadre que es, no quiere darnos nada. Porque al final, doctor, al Gris le regalaron un toco así de grande de guita y le dieron un puesto en la bodega y un auto nuevo y hasta un viaje a Europa le van a pagar por haber evitado que al muerto lo enterraran vivo. Quedó como un héroe el Gris, doctor. Por eso es que estamos aquí, doctor. Dígame, nosotros, los de la banda que no ligamos nada del robo, por casualidad y usted que sabe de estas cosas, doctor ... ¿no podríamos hacerle un juicio al Gris para que nos dé la parte que nos corresponde de las ganancias?".





Reloj.

Guardo de mi abuela materna muchos no-olvidos. Momentos preciosos, dulzuras extremas y una gran culpa. Es decir, entre otras pocas, fue también ella una de las causas de mi escribir. Recuerdo, como uno de los más hermosos juguetes de mi infancia, oírle, sentado a la diestra de su mate y de mi leche con cacao, las más intrincadas historias, las más épicas aventuras, las más tiernas e íntimas fábulas. Recuerdo, además, su ancestral temor a los temblores. A la primera oscilación de lámparas y ventanas, volaba sobre sus pies cansados y aguardaba, tiritando en mitad del patio, que la tierra se aquietara. En fin, que hace ya más de treinta y cinco años que sólo la veo en mis sueños. Allí permanece tan indeleble como su amor arde fuego constante en la memoria de mi alma.
Hace una semana, en la plena negritud de la noche y mientras dormía, un estridente sonido, como un eco del infierno, me despertó de alarma. Rápido, busqué el despertador en la mesa de luz y lo maté de un manotazo. Pero el chirriante timbre continuó repicando en toda la casa. Adormilado, asustado, me levanté en pos del teléfono. Tampoco. El teléfono descansaba en silencio y, a su lado, hacía lo mismo el celular. Aturdido por el ya espeluznante incesante espasmódico tintineo, recorrí desesperado, e intrigado, la vivienda. ¿Qué era ese sonido? ¿De dónde provenía? Finalmente, lo hallé en mi estudio, bajo una parva de libros desvencijados. El reloj. El despertador. El antiguo reloj despertador de mi abuela. Hacía más de dos décadas que lo había traído de la vieja casona de mi niñez. Hacía más de treinta y cinco años que no funcionaba. Pero de él manaba el timbre. De sus metálicas entrañas. Como si recién lo hubiera comprado. Como si recién le hubiese dado cuerda. Lo acallé y la calma regresó. Suspiré aliviado. Pensé en volver a las sábanas, pero el desconcertante asunto me había despedazado el sueño por completo. Aún faltaban un par de horas para el amanecer, por lo que decidí vestirme pausadamente e ir a desayunar al centro de la ciudad. Llevé conmigo el despertador de mi abuela, pesaba como medio kilo, lo haría revisar por un relojero amigo, necesitaba su experta opinión sobre el descabellado repentino funcionamiento. Cuando ocurrió, ahogaba una medialuna en la taza de café. Fue primero el sordo fenomenal ruido, como de una bomba estallando en el espacio. Luego llegó el cimbrón y el piso, la calle, el mundo entero, comenzaron a sacudirse como si fuesen un gran caballo queriendo quitarnos de encima. Tres minutos después, acabados el susto y el terrible sismo, en tanto las sirenas aturdían la circunstancia, regresé deprisa a mi hogar. Desde afuera, se veía todo bien. La fachada estaba intacta. Entré. Y vi el techo del dormitorio durmiendo, desmayado, sobre mi cama destruida. 


Oscar D’ Ángelo  (Palmira, San Martín, Mendoza)

El milagro malogrado
Sería un milagro, si pudiera en este momento darme vuelta y hablarle, pensó Mario, aunque más no sea dos o tres palabras. O tan solo mirarla para devolverle con una sonrisa todo este placer que me está produciendo.
Sería un verdadero milagro, volvió a pensar. Pero el milagro no se producía.
La mañana era fría y luminosa, con el tinte desértico y despoblado de los inviernos mendocinos en zonas rurales, el ronquido del motor de los micros penetraba hasta lo más profundo de su oído. Mario viajaba todos los días a la misma hora, de un pueblo a otro, al colegio secundario.
Estudiantes, trabajadores y empleados, en ese horario llenaban los colectivos de tal manera que además de los asientos repletos, viajaban agrupados en los pasillos y hasta en los estribos y escaleras de los mismos. Apretados e incómodos, cientos de pasajeros lo hacían diariamente, durante veinte o treinta minutos, tiempo que tardaba para recorrer los ocho kilómetros que separaban los dos conglomerados urbanos, unidos por una zona rural donde los viñedos y los árboles frutales sin hojas reinaban entre el hielo y la escarcha.
Mario navegaba en su mundo interior, recorría peregrinando desde sus miserias hasta las más esplendorosas utopías quiméricas. Su mundo lúdico era ilimitado y marcadamente clandestino, escondido, inconfesable casi siempre, marcado por un ritmo corporal y cronológico a veces desconcertante, a veces pleno de estabilidad y coherencia.
Ese día, le trastornaba la sola idea de no verla. Una obsesión rumiante invadía la fugacidad de los segundos y la redondez de los minutos.
Había conseguido quedarse cerca de la puerta de subida, a pesar de las reiteradas y pesadas insistencias del chofer para que se fueran corriendo hacia atrás. Tres paradas más adelante, subiría ella como siempre, de lunes a viernes. En una oportunidad en que no lo hizo, quién sabe por qué motivos, experimentó durante todo el día una extraña inquietud, una melancólica y particular ansiedad, un desconsuelo descarnado e indefinido. Este estado desapareció en el momento en que la volvió a ver, subiendo al colectivo con la misma y parsimoniosa actitud.
Pero esa mañana, al entrar lo miró, o tal vez le pareció que fue así, lo cierto es que su cuerpo se contrajo y su piel se encrespó inmediatamente. Esta vez no solo sintió el placer de mirarla y de recorrer todos los recovecos de su rostro maduro y tierno, de su cuerpo firme y elegantemente erecto, sino el de ser mirado, descubierto, observado, aunque más no sea por algunas décimas de segundo.
Entre el último escalón de la puerta de entrada y el lugar en que se encontraba en ese momento, habría un metro de distancia. Mario alcanzó a verla hasta que ella recibió el boleto del pasaje, luego desapareció detrás de él.
Estaba turbado, su mente se batía entre el placer de haber sido mirado y el displacer que le producía la rigidez de su cuerpo, provocado por aquella sorpresa. Pensó que si la mujer le hablaba su rostro se enrojecería como un tomate, que no le saldrían las palabras, que tartamudearía.
Maldita timidez, maldita vergüenza.
Parecía mucho mayor que él, quince años quizás, tal vez era esta característica, lo que más le apasionaba a Mario.
Su cuerpo pasó a ser el más hermoso de todas las mujeres, su rostro el más perfecto, sus ojos los más dulces. Un mundo de novedosas sensaciones se aprisionaban todas las noches en el silencio de su habitación.
Pero en ese momento, una mezcla de placer y temor, de frio y calor, invadió su adolecida existencia.
Seguro que si me habla se me trabará la garganta, me saldrá la voz de pito, si me ha mirado puede hablarme, hay dios mío, qué no me hable, qué no me hable.
A los pocos segundos en la cara no le cabía más rojo, ni en su cuerpo más transpiración.
Su figura desapareció del ángulo de la mirada, ya no la veía más de reojo, ni se animaba a mirar hacia donde suponía que podría hallarse en esos momentos.
Por favor, córranse hacia el fondo, decía una y otra vez el chofer. La puerta de bajada es por atrás, repetía mirando por el espejo retrovisor adornado por unas estampitas de vírgenes de un lado y por un atadito de ramas de olivo secas, del otro.
Mientras la mayor parte de los pasajeros se corrían algunos centímetros hacia la parte posterior, entre apretujones y remesones, Mario sintió que ella intentaba pasar entre las tres filas de personas ubicadas detrás de él. Fue entonces cuando advirtió que se detuvo y. sintió que su nalga izquierda rozaba la pierna de ella. A muy poca distancia de su nuca presentía su respiración, su mirada, su rostro y su infinita ternura. Aprovechó los movimientos del colectivo, acompañando exageradamente los vaivenes del mismo para contactarse con ese cuerpo, que por cierto era el más perfecto y elegante que conociera.
El chofer volvía a pedir por favor que se corrieran hacia el fondo, pues en todas las paradas se detenía para que continuara subiendo gente.
En el interior del ómnibus se respiraba un aire denso, a pesar de la frialdad de la mañana.
Después de una brusca frenada, Mario intentó reacomodar su cuerpo desplazándose un poquito hacia atrás; fue allí cuando notó su pecho, situado en el espacio entre su espalda y el brazo.
Por algunos segundos quedó inmovilizado, no podía creer lo que estaba experimentando, mientras una mezcla de placer y rubor invadía nuevamente su alma. Ya no contactaba con su pierna, pero al sentir el pecho en su dorso, lo hacía el hombre más feliz del mundo. Era la primera vez que recorría esos lugares tan novedosos del placer. Una onda caliente circulaba por todo el cuerpo y estuvo poseído por el imperio de ese deleite sin demasiada conciencia de realidad.
Tal satisfacción se ubicaba en un espacio no precisado de su interioridad convulsionada. Quería que esos momentos se prolongaran y pudieran desembocar en algún lugar, en algún sitio, donde no reinara esa tremenda indecisión. Eran ataduras dolientes que lo envolvían en una red de inhibiciones, que él solía llamarle vergüenza. Su timidez representaba una herida en el alma que estaba convencido, no cicatrizaría jamás.
Aprovechaba los movimientos del colectivo para frotar el borde de su espalda con la punta de aquel pecho, que al contacto lo sentía dulcemente tierno y turgente.
Si pudiera darme vuelta y sonreírle, sería el ser más afortunado del planeta, rumiaba en sus cavilaciones, solo me conformaría con decirle gracias.
El colectivo continuaba la ruta de todos los días y en unos minutos más, su amada comenzaría a desplazarse hacia atrás para bajar, luego como siempre, con esa elegancia que tanto le gustaba a Mario, caminaría media cuadra en la misma dirección, para girar a la derecha y perderla de vista, hasta la mañana siguiente, donde se encontraban el entusiasmo y la emoción en el mismo lugar.
Navegando sin timón, venció en sus fantasías la vergüenza e imaginó que era ella que le hablaba, que lo saludaba, que le acercaba el otro pecho, que él le preguntaba donde podrían encontrarse, que la amaba desde el mismo día que la vio subir por primera vez al colectivo hacía más de un año, que la quería sin conocer siquiera su nombre, que pasaba horas enteras pensando en ella, que de noche se despertaba disfrutándola en sus pensamientos, que al recordarla caminar su corazón latía furioso queriéndose salir.
         Y mientras seguía gozando con el roce de su pecho en la espalda, imaginó que podía decirle que deseaba vivir con ella para siempre, que le agradecía profundamente que se acercara, ya que él nunca hubiese podido hacerlo, aunque lo anhelaba desde el fondo de su alma.
En ese momento su excitación era tal que no pudo pensar más, solo una minúscula chispa de reflexión lo llevó a darse cuenta que el ómnibus ya estaba detenido en la parada donde habitualmente se bajaba, miró instintivamente hacia la puerta trasera y la vio descender. Se estremeció, pero esta vez no de placer, pues aún sentía en la parte posterior del mismo el suave pecho de su amor. Se dio vuelta rápidamente, venciendo milagrosamente la timidez, para descubrir que lo que creyó que había sido el seno de aquella mujer, solo era el codo de una anciana, que se hallaba de pie, de espalda a la suya.

EL CHORRO

El chorro era caliente y
espumoso
y cayó como un
rayo sobre mi nuca ...

Robar melones y sandías en las chacras era habitual para los adolescentes y los niños del pueblo.
Algunas veces los jóvenes caminaban kilómetros entre acequias, canales e hileras de viñas para alcanzar tan preciado objetivo. Otras, buscaban la manera de sacarlos de los montones que se apilaban para la venta, en los costados de las rutas y carreteras importantes.
Mirá Mario, vamos por el bajo de las vías y si tenemos suerte que no venga ningún tren, estamos hechos; fijáte que las sandías están lejos de los viejos, dijo entusiasmado el Pititorra
Esperaban con ansiedad que pasaran las horas, pues habían programado el robo de sandías para las doce de la noche y recién eran las diez.
El dueño del puesto, don Rosales, solía acortar las noches jugando a los naipes con algunos parroquianos. Las partidas se hacían en una mesa redonda debajo de una petromax, en la ramada contigua a las pilas de sandías y melones. Estas se apoyaban sobre un importante alambrado que separaba el lugar de las vías del ferrocarril.
Sigilosamente, con el oído bien entrenado, caminaron varios metros por la hondonada, agachados y a veces en cuatro patas, para no ser vistos por los eventuales jugadores, que ese sábado acompañaban a don Rosales.
Desde lejos se escuchaban las risotadas de los hombres que a esa hora se exparcían por la oscuridad de la. noche favorecidas por el alcohol.
Ya muy cerca del objetivo, trataron de separar dos alambres, para que en el espacio entre uno y el otro, Mario pudiera sacar una hermosa sandía de diez o quince kilos.
Es grandota la desgraciada dijo despacito. Sí, y parecen santiagueñas, que son las más ricas.
Después de intentarlo tres o cuatro veces, desistieron por un momento ya que la abertura entre las dos hiladas, no era suficiente para permitir el paso de la fruta.
Che, cómo mierda la sacamos? Buscá una más chica boludo. Imposible dijo Mario, las más chicas están muy lejos, no las alcanzo.
En el preciso momento en que decidieron recurrir a una pinza para seccionar parte del alambrado, los dos adolescentes quedaron paralizados de pánico cuando uno de los integrantes de la mesa de juego, con una notoria borrachera se acercaba al lugar donde estaba por cometerse el saqueo. Por temor a ser descubiertos si emprendían la huida, optaron por agacharse, quedándose inmóviles junto a un poste, con la cara contra el suelo a muy pocos centímetros del rincón donde vino a apoyarse, el trasnochado y alegre jugador.
La noche sin luna favoreció en un principio a los jóvenes que se confundían con los matorrales. Mario agarró su cabeza como queriendo protegerla de algún mal presagio y mordió sus labios para no hablar, ni gritar, ni sollozar. Inmediatamente las cosas se complicaron. Las conjeturas y el silencio se hermanaron por unos segundos, esperando el designio del destino.
         Y mientras Mario sentía que podría morirse ahogado o estrangulado por el terror y la pestilencia, el alegre borrachín miraba las estrellas mientras orinaba, buscando detenerse en algún punto fijo para aliviar su vértigo alcohólico y no vomitar en ese mismo momento y lugar.
 De Sucedidos



Luis Orlando Rule (Godoy Cruz, Mendoza)
DEBAJO DE LA AUTOPISTA  
La noticia de la erradicación del cementerio se difundió por todos los medios. El nuevo gobierno se había venido con escoba nueva pero gigante, y como barrer a los vivos era imposible, empezaría por los muertos.
La construcción de la supercarretera pasaría por ahí     No había otra salida. Tan claro y práctico era el concepto que no se necesitaba construirles un barrio, ni. indemnizarlos, ni siquiera autorizarlos a formar una villa de emergencia. El proyecto se aprobó con facilidad, la mayoría de los legisladores tenía sus muertos en necrópolis privadas, otros no se acordaban, y unos pocos no querían hablar de muertos (tal era la urgencia del gobierno por construir la autopista).
Los deudos podían retirar los cadáveres por su cuenta, con sólo presentar la partida de defunción o ponerse a llorar en la puerta del campo santo.
Las máquinas amarillas de la empresa semejaban tanques de guerra alrededor de una ciudad sitiada. El polvo y el humo enrarecían el aire, pero en el villorrio de los marchitos nadie tosía, sólo carraspeaban algunos de los familiares que se marchaban con ataúdes de los que más habían querido, y daban gracias porque por lo menos a ese cementerio, no irían más. Casi se parecía a almoneda de raíces y amores desaparecidos.
El descontrol era total y como un toque a rebato. Para algunos, resultaba un consuelo dejar a los difuntos debajo del cemento, in perpetuum y sin paga al Estado. Los sepultureros habían desaparecido. Ya no entraban las manos piadosas que apretaban un manojo de flores para simbolizar la vida, sino caras graves que empuñaban palas, martillos y cortafríos, en camionetas y carros. Los olores homogeneizados, que no eran de flores mustias, ya no asqueaban a nadie. Hasta los enhiestos cipreses que otrora fueron el símbolo vegetal de la vida, que apuntaban al cielo, habían inclinado sus cimeras como rendidos por anticipado a un destino fatal.
Doña Manuela Espinosa con sus más de sesenta años traspuso el portal barroco del fosal, y se encaminó con sus dos hijos, portando las herramientas para despedir, a cuerpo descubierto, al difunto marido enterrado veinte años atrás. Llegaron al lugar sin hablar ni preguntar nada, como lo hacían cientos; todo el entorno parecía un viejo pueblito bombardeado, y en los senderos, pedazos de cajones y algunas manijas con arabescos quedaban como olvidadas  en una mudanza de apuro.
Trabajaron a brazo partido, con cuidado, para no romper el ataúd, hicieron un hoyo bien amplio, pues tenían la ventaja de que los compañeros de posada ya habían sido retirados.
Manuela quería comunicarle a José en persona la decisión de dejarlo para eternidad, tragado por el cemento del progreso debajo de la autopista monumental.
Abrieron el féretro, y como habían convenido con los hijos, éstos se  retiraron a prudente distancia para que su madre hablara a solas y, por última vez, con su finado cónyuge. Los últimos rayos penetraron como fisgones al lugar vedado. Con una mano sostenía la tapa mientras le hablaba
_ José estás igual, te has detenido en el tiempo, con el mejor traje, la camisa blanca y tu corbata, para ir a ninguna parte; en cambio yo seguí viviendo, mirá qué vieja estoy. José, mirame aunque sea de soslayo, el espejo no me miente y ahora yo soy tu espejo y tampoco te miento. Recuerdo que me decías que las viudas donosas, lloraban por hoy y suspiraban por mañana, y yo no te creía, o mejor dicho, me hacía la que no creía; y mis anhelos bien pronto tuvieron eco y seguí viviendo y quemando mi vida, pero más pronto derroché el seguro que me dejaste. También recuerdo que me decías que mantener la armonía en el matrimonio era como sostener una pluma en la punta del dedo, siempre que los dos soplaran parejo, pero yo dejé de soplar antes de que murieras. Quiero retribuirte algo ahora, dejándote para siempre en este moderno sarcófago, y no es por comodidad, sino para que el pueblo de Las Heras sepa que soy agradecida al hacerte este homenaje que te adeudaba. A pesar de que nunca pude saber cuánto ganabas y por qué, me dejaste una envidiable pensión, y ni ahora me animo a preguntarte cómo lo hiciste. Por mucho que en aquel tiempo los ñoquis no eran un adjetivo, la única vez que moviste un dedo fue como funcionario municipal para encabezar las demandas por la erradicación del cementerio. ¡Y te salió redondo! El destino, a veces, suele sorprendemos con alguna dádiva.
Y Manuela no pudo continuar, porque aparte de tener el brazo acalambrado, José empezó a marchitarse como derritiéndose sobre el esqueleto, a la par que exhalaba un polvillo gris por varios poros, como cuando se aprieta un hongo seco. Manuela enmudeció, llamó a los hijos y taparon para siempre los despojos. Los tres iniciaron el camino del regreso como saliendo de una inmensa catacumba, de donde hasta los fantasmas se habían retirado. Manuela mantenía un lloriqueo, no tanto por el muerto que dejaba sino porque ya no le quedaba tiempo para suspirar.





NADA ES PARA SIEMPRE

- Buen día don Juan; ¿quiere que lo lleve?
- No m' hijo. He salido para caminar, así que gracias.
El diálogo se cortó ahí nomás, y Sebastián arrancó de nuevo en dirección al trabajo, en su Rambler Cross Country verde, del cual estaba enamorado. Cariño que compartía con Marta, su mujer. El encanto era la prolongación de la luna de miel, de la que eran testigos los tres, a pesar de las cachadas de sus compañeros de labor, como:
- Che, estacioná el portaaviones al fondo que no podemos pasar!,- u otras bromas por el estilo. Sugerencias que no eran suficientes para animarse a comentarle a Marta que más de una vez le había pasado por la cabeza la intención de carnbiarlo por un coche más chico.
Los años iban pasando, los intentos de prole no daban resultado aunque eran jóvenes todavía, y a pesar de que hasta el Rambler podía confirmar la teoría de Freud: "La libido despierta sin precisar horario o lugar."
Así que el Rambler era un eslabón de la cadena de recuerdos de días felices.
Pero poco a poco se imponían los autos más chicos y de menos
consumo. Sebastián y también Marta
, se resistían a consentir que ya era un coche viejo, o casi.
Cuando repasaban las fotos de los viajes, los recuerdos gozosos aparecían, y las anécdotas ayudaban a borrar algunas asperezas de la vida en común.
(…)
Sebastián, a escondidas de Marta, había averiguado el valor de su querida rural, y claro, era inversamente proporcional al cariño que los dos le prodigaban, y mientras, urdía excusas para convencer a su pareja de la decisión que quería adoptar. Una de ellas, recordarle cada tanto que casi todos los días lo encontraba a don Juan, el vecino que había quedado viudo y solo, caminando en dirección al parque.
-Lo invito a veces para que suba, pero no me acepta, y comprendo que es una terapia que él debe hacer, está pisando los ochenta ... y prefiere que la muerte se afane en alcánzarlo, (así me lo confiesa); igual me siento mezquino, viajando solo en un auto para seis.
En tren de abordar con sentido racional el cambio del coche, sin herir el romanticismo de Marta, la conversación se estiraba en prolongados silencios y palabras prietas, más cuando conoció al dueño de una funeraria, que al ver el Rambler le ofreció un precio que no obtendría en ninguna agencia, y que ni siquiera lo había pensado. ¿Cómo le decía a Marta que su Cross Country se convertiría en carroza pintada de negro?
Buscaba la forma como caminando sobre baldosas flojas después de la
lluvia.
En pocos días, el funebrero le reiteró la tentadora oferta y le pidió
una decisión
, y aquí tropezaba con un dilema que no podía resolver, frente
a una esposa sensible a los bienes que la habían hecho feliz
, sin tener en
cuenta el dinero.
Los días transcurrían, y la acometida no tenía retroceso. Lo
trataron por fin, a la hora del almuerzo. Marta se atragantó y le sirvió de pretexto para no hablar más del asunto
, por ese día ...
A pesar del silencio, o por el silencio, se le grabó la imagen del  Rambler portador de la muerte en lugar de la vida, como lo habían hecho ellos dos.
La rutina matrimonial consumía los días y las horas sin altibajos, y
Sebastián no dudaba ya que Marta se oponía al negocio, y que prefirió un  ahogo antes que enfrentarse con su marido cuando éste estaba a punto de
explicarle que la oferta duplicaba con creces otras posibilidades.
Pero como la vida es una excursión indetenible llena de contingencias, el azar quiso que un día Sebastián volviese a la hora del almuerzo antes de lo acostumbrado, con la cara desencajada y una indisimulada tristeza.
Bajó del coche, besó a su esposa como siempre, entró al living y tiró la campera sobre un sofá, pero Marta le siguió los pasos y acomodó la prenda en el respaldo de una silla, esperando desentrañar el agobio y rastrear una explicación.
-Seguro alguna rabieta, querido, y te viniste hasta que se enfríen las cosas ...
-No, Marta, no. No fui a la fábrica. Avisé por teléfono -aclaró Sebastián.
Marta suspendió los quehaceres, y casi le copió la cara a Sebastián.
Pensó lo peor, la pérdida del empleo se le cruzó como un rayo, y casi
turbada no le retiraba una profunda mirada interjectiva esperando toda la
explicación
.
-Estuve hasta ahora en la policía; casi en el lugar de siempre lo encontré a don Juan, pero sentado con los pies dentro de la acequia y los brazos colgando a los costados; lo levantamos con dos más que pasaban. Ya no tenía ánimo ni para mirarme, me hubiera sentido mejor si hubiese visto quién lo recogía, para decirle que era un vecino querido. Cuando llegamos al hospital ya estaba muerto.
El silencio dijo todo lo demás, con los ojos de Marta lanzados sin ver a través de la ventana de la cocina: el Rambler ya había tomado el desvío y arrastraba la muerte, por primera vez.
 De  Verboseando

Gustavo Torres (San Martín, Mendoza)
Llegó un circo y fui con la misión de averiguar el origen
de la magia
. Volví sin la respuesta, pero ya que hice el
esfuerzo, les cuento lo
-que vi.  uv
Hay una carpa enorme rodeada por cuatro de menor porte.
Las cinco son de color amarillo con franjas rojas verticales. Camino sorteando cuerdas y estacas que tensan la inmensa estructura. Dentro de poco este espejismo volverá a ser un páramo desolado que ni los perros vagabundos se atreverán a cruzar. Después de recorrer el perímetro pienso que no hay mucho más para observar y decido volver. A pocos pasos de la salida miro hacia atrás y quedo maravillado. Las luces intermitentes de la marquesina y las estrellas de los cuatro pilares centrales comienzan a girar formando un torbellino que me succiona hacia adentro.
Desde el valle fantástico que termina en el cercado blanco miro la montaña de lona, los astros alineados entre las luces, oigo el canto de los grillos mezclado con los aplausos, la música con el viento y caigo presa de un sueño profundo del que no puedo despertar.
11
1¿Qué hay detrás del telón?
IAdrenalina y relámpagos.

Desde una cápsula veo el aire teñido de fucsia y dorado. Pululan miles de luciérnagas. Se triplican las imágenes en las pantallas de cristal. Bastaría un solo botón para convertir la penumbra interior en pleno día. Miro lo mismo una vez, otra vez, otra más.
Es la última función y estoy en un sitio inaccesible con el pincel húmedo sobre la cara.
¿Cómo volveré a las calles?
Necesitaré ropa común y una máscara invisible. Mientras tanto, seré inmortal hasta la medianoche.
 A Adriana
Todavía recuerdo sus ojos y su risa. Pensar que muchos
dicen: "Las princesas y príncipes están en los cuentos
". 
Es posible encontrados en la realidad; iguales o mejores que en la fantasía. Re sumiré la historia diciendo que el gran carnaval convoca a una multitud. Los personajes anónimos pasean por los puentes y resucitan el pasado medieval. Asombrado por ese despliegue de buen gusto yo caminaba sin pensar. Sin pensar me detuve frente a una princesa que hablaba con un bufón colorinche. Recorrí cada piedra y bordado de su vestido. Tenía capa de terciopelo verde, sombrero, guantes y joyas. El acompañante le hizo notar que la observaba pero siguió conversando como si nada pasara. Permanecí inmóvil. Volvieron a mirar. Para mi sorpresa ella se acercó y dijo unas palabras que no comprendí. Escuché su risa, su tono festivo, vi sus ojos vivaces detrás de la máscara blanca, percibí la gracia que sólo poseen los elegidos. El arlequín le susurró al oído y partieron rodeados de una bandada de palomas.
¿Por qué no pensé?
Mejor dicho... ¿Por qué pensé?

La debí seguir... Qué importa lo que debí hacer si el pasado no regresa. Era alguien importante aunque nadie me lo crea, aunque al contado sonrían por fuera y por dentro piensen que estoy loco. La muy perversa aprovechó la .ocasión para jugar a las escondidas entre la muchedumbre porque sabía que nadie la iba a poder encontrar.
A Fleur

De Primavera en el Hospital






Luis Franco (Catamarca)
LOS SOCIOS DE SIEMBRA
El zorro era de ésos que vienen con vocación de jubilados y le hurtan el cuerpo al trabajo siempre que pueden. Se la pasaba las más de las veces, tumbado por ahí, panza arriba, juntando sol para la noche, o se andaba por pulperías y ranchos cosechando noticias y regando más su garguero que sus siembras, atenido a que su mujer le salvaba la plata, la pobre con su hilera de mocosos colgando de la pretina.
Como era de más bachillería que seso, por lo general buscaba amigos, para tener en quien hablar mal de sus enemigos. Tenía una chacra, que labraba  lo menos posible; un día le propuso al peludo que la sembrasen a medias. No buscó socio al acaso. El peludo, muy poco amigo de salir de casa, era labrador de veras, sujeto de pasarse los días, no las noches, revolviendo la tierra. Era un cristiano de advertencia, además, aunque prefería no parecerlo, y en cuanto a conciencia, limpia como el trigo en la espiga. Él lo conocía al zorro con su costal de malicia al hombro, pero éste no lo conoce él. No chica ventaja.
-Este año, compadre -le dijo el zorro-, será para ustedes lo que den las plantas debajo de la tierra, y para mí lo que den arriba. ¿Le conviene?
-Como usted disponga -condescendió el peludo y resolvió sembrar papas. La cosecha fue más que regular, pero al zorro sólo le tocó una parva de hoja rasca.
En la siguiente estación el zorro cambió de naipe
-En esta nueva siembra es justo que a mí toque lo de bajo tierra y a usted lo de arriba, ¿eh, compadre?
 -Usted lo ha dicho -contestó el peludo llevándole siempre el amén a su socio.
Esta vez sembró trigo, y a fin de año llenó su troje de buen grano, mientras el coludo no supo qué hacer con tanto desperdicio de raíces. Pero no dio el brazo a torcer. La tercera sería la suya.
-Vea, compadrito -le dijo a su socio-, este año, si le parece bien, para usted será todo lo que den las plantas en el medio y me conformaré con
lo que den abajo y arriba de la tierra
. y le echó una de reojo.
-iPero muy bien, compadrito! -respondió el cascarudo, frunciendo los ojos en la sonrisa, simulando siempre no sospechar las emponchadas intenciones de su aparcero. Esta vez sembró zapallos. El zaino del zorro no supo qué hacer con las raíces y las flores que le tocaron.
                                                             De El Zorro y su vecindario

Javier Hernández (San Martín; Mendoza)
12
De puro fanfarrarón  el cura organizó un exorcismo en el gimnasio. Conocedor del conjuro, le cospoco echar al demonio, pero en lugar de volver al infierno, el espíritu se cruzó hasta la plaza. Desde entonces rompe  farolas, escribe puteadas en los bancos y pisa las flores. Molesto, el intendente quiere que la iglesia comparta los gastos de mantenimiento.
48
Año 1932, en la plaza los Barriales un cartel advierte: Si usted no puede evitar volver aquí, la culpa es de Méndez.
Inglaterra, año 2084, la Brooks  Company  inventa la  máquina del tiempo.  Año 2087. Tito Méndez desarrolla su propio modelo, pero tiene defectos y produce redundancia cíclica. Sus ocupantes quedan condenados a viajantes por siempre a 1932

36
Crecían flores con talos de lata y tallos de hierro; el  pasto era un de alambres y los árboles, gruesas estructuras de acero. Los pibes apenas juegan en la plaza sin herirse, y aquel que crea miento es porque no conoce mi barrio, un lugar áspero, violento y olvidado, en el que hasta los claveles debieron aprender defenderse. .
2
Cruzando una plaza oscura me encuentro de frente con un hombre. Lo confundo con un ladrón y él con un amigo. Me saludo y yo le entrego mi billetera. Enseguida me aclara que no es ningún delincuente y yo aprovecho la oportunidad para explicarle que no soy su amigo. Cada uno sigue su viaje y mi dinero se va con él.
De Plaza bonsái




Juan Draghi Lucero (Mendoza)
EL MATE DE LAS, CONTRERAS
-¿El mate de las Contreras? Puh ...
Todo remataba en una apariencia y un
engaño que, ¡ en agua se deshacía!
(Dicho por un viejón que anduvo ~ en estas desavenencias.)



En el largo y torcido callejón de la Culebra tenían su nido las Contreras. Eran tres hermanas aunque había un hermano que, por lo tonto, casi ni lo contaban; pero él era muy de la casa. Para los mandados lo tenían al pobre, que por nada se amargaba ni se sentía menospreciado. Cotudo  y ¡bastante! que era el tal hermano, pero contrabalanceaba ese "bulto" con su celada casaca militar, colorada, con vistosos cordones amarillos pegados a las mangas que perteneció a la Guardia Nacional. Todavía brillaban los botones de metal que sobresalían relumbrosos y descarados. El gran gusto del tonto cotudo era lucir esa prenda militar, entallándose y levantándose en la punta de los pies para conseguir pasajera esbeltez. En estos arranques sobresalía su chillona prenda y él, más meneaba con la famosa casaca. Y coronaba sus arrebatos vanidosos al cuadrarse gallardamente, entallarse con suma fineza y hacer un bizarro saludo militar, que había copiado y aumentado de tanto admirar los desfiles patrios. Jamás se apeaba de su sonrisa dormilona, por siempre aposentada a flor de labios. Él era paciente y de muy tardos movimientos. .. Sus hermanas hallaban siempre la manera de alejarlo cuando llegaban visitas a la casa. Con darle tarta con chicharrones, el tonto se iba más que contento a comerlas al solcito, en el arenoso desplayado donde se ensancha y se remansa el acequión
La menor de las Contreras, la Felisa, ¡era de traviesa!... Si
parecía que la acosquillaban diablillos risueños. A todo le hallaba
risa y, de
yapa, parlanchinaba más que las cotorras. Su muy
vivo gusto era reírse de los "curaos
al" ver los venir a las tambaleadas y forcejeos por mantenerse derechitos. ¡Ah, muchacha! Ella era muy  buena y hacendosa, pero a todo le hallaba un alegre color de -risas ¡y la gozaba a las carcajadas! En estas ocasiones echaba graciosamente la cabeza para atrás y soltaba toda su risión  en desborde, salpicada por cantitos de pajarillas traviesos. ¡Si era un encanto y una gloria el verla tan rebonita y risueña!
Las tres hermanas Contreras vivían en un ranchito de adobón  y quincha de dos piecitas,' el corredor y el patio con parral: todo bien barridito con escoba de pichana y refrescado por riegos mañaneros.
Entrábase en la' vivienda por un cimbrante varillón de
álamo, oficiante de puente por encima del acequión que corría
frente a la casa. Mucha gente aconsejaba a las muchachas que
pusieran otros palos a la par del solitario para así salvar, sin
peligro, esa rugidora correntada; pe
ro ellas ¡ni caso que hacían!
y, para que vieran lo sostenido de sus porfías, pasaban una y
otra vez por sobre el tembloroso varillón con
- toda gracia y
donosura… -Sí -les retrucaba una tía- pero, no todas tenemos
'la habilidad de ustedes, que más que gente ¡parecen cobras!-. El- caso era que para entrar y "salir había que hacerla tentando mareos y encomendándose a todos los santos... Con seso más que despejado y habilidades de andar por la cuerda floja, todo podía salir bien.
Era el gustó y complacencia de las tres hermanas, tan donosas como alegres, tomar mate por la tarde y por la mañana debajo del parral, en el patiecito que miraba al callejón. Sentábanse en sus bancos, rodeando al brasero y era de oírse el caer de las tapas de la yerbera al son de las cristalinas carcajadas de las muchachas que, por una nadita, soltaban sus tentadas risas… Si era de parase a mirarlas para tan solo oírles sus risiones tendidas.
Pero la bribona de la Felisa era la que porfiaba con su tema burlarse de los curaos y cómo la gozaba en viéndoles venir a las ladeadas! Se acosquillaba  enterita en contenidas risas, que corría a soltarlas en carcajadas locas. Y volvía a salir afuera la muy' traviesa, pasaba ligerito y como volando por sobre el delgado rollizo y lueguito retornaba con la gran noticia-: ¡Por allicito viene uno…!-. Y se desparramaba, gustosa, en los preparos para la gran función.   '
Corría a acomodarse en su banco, frente al brasero; se arreglaba, presumida, el pelo y el vestido y se daba unos "toques"  
a la cara con un espejito de mano y, dando frente a la calle
entre sus dos hermanas, tomaba el mate con una mano y la
sabrosa torta con la otra y en cuantito enfrentaba el curao, lo
abarcaba con el encanto de toda su trasminante mocedad y se
a
vanzaba, con el más retozón de sus tentadores moditos y miraditas finas, a ofrecerle el mate, tortitas, y esperanzas locas… Sus hermanas mayores, aguantando la risa, .se hacían las inocentes. ¡Claro que daban las espaldas al callejón!
 Y sucedía, ¡siempre la misma cosa! El deslumbrado curao se
p
lantaba frente a la entrada y allí, hipando y entre dos luces,
se arrequintaba 'el sombrerito, ajustábase el pañuelo al cuello,
a
comodaba su chalina al hombro, se atusaba los caídos bigotes y,
florecido en caloroso amor, entablaba sonrisas de adormilada 'inteligencia' con la tentadora... Lueguito, no más encaraba en dereceras de la entrada., "
¡Y volvía a ocurrir lo mismo de siempre! El curao avanzaba
a las ladeadas hasta el borde mismo del 'profundo acequión y allí
se plantaba a enmarañar cuentas, ya mirando el .agua correntosa,
ya a la tentadora que seguía en su pícaro ofrecer.Un paso más
y detenerse, despaciosa, a cavilarla ante el delgado varillón que
se avanzaba a oficiar de puente. Ancho era el acequión ¡y tan
correntosas sus aguas como delgado y cimbrón el rollizo que
unía a las dos orillas! A tal puente no lo acompañaba ni la figura
ni el prestigio. Volvía a cavilarla el borracho y sus ojos iban del
acequión a la donosita tentadora y más se encendía y enamoraba,
ardido ya en los dulces fuegos de la adueñante ilusión Volvía a arrequintarse el sombrerito, se corría más la chalina sobre
el hombro; reajustaba el nudo de su pañuelo al cuello y
·se atusaba con desvencijada gallardía los ralos y caídos bigotes y
hasta se adelantaba a tocar con la punta de su bota al varillón
oficiante de puente. Ahí se deshacía en suspiros el pobre, entornando los deslumbrados ojos
. ¿Se arriesgaría o seguiría solito
por el largo
y triste callejón? Volvía a suspirar, enternecido desde el fondo del alma.         .
Nuevos ofreceres de la donosa hacían que el curao tirara sus
finales cuentas
. -no es amante quien repara  en los riesgos de
un querer
- sostiene una celebrada tonada mendocina y el chisperío de la volandera ilusión suplía a la música de la ausente guitarra. Otras miraditas finas y tentadores ofrecimientos lo decidían contra todos los riesgos. El curao tiraba sus seguras cuentas: un paso, el primero, dado con todos los aciertos de la celada derechura; afirmarse, dar el 'segundo paso sobre el acequíón, cuidando de no ladearse ni un punto y, en cuantito medio
se afirmase ¡dar l
igerito el tercero y ganar la casa de la donosa!
Lo demás era ir con los brazos abiertos al encuentro del amor
que lo esperaba. Sí, éstas eran las cuentas bien sacadas
. Un
componerse el pecho en señal de crio
llaza decisión y encarar
por sobre el rollizo. Y dicho y hecho…
El primer paso ¡bien!
Si parecía que volaba por sobre el agua. Afirmarse: dar el segundo pasito
, ya con cimbrón comprometedor. Una mirada relámpago a la corriente rugidora y veloz; un levantar los ojos y ver entre luces a la cautivadora. Las piernas que tiemblan, la corriente que marea, la orilla que se aleja, el mundo que da 'vueltas, el cuerpo que se traba, la cabeza que desvaría y, cataplum,  curao que se va al aguaAl tiro  se levantan las tres bribonazas, corren al acequión y se toman de las colgantes ramas de los
sauces de la orilla.
' Miran y remiran lo que el agua se lleva a
los tumbos.
-¡Allá va! ¡Y ya perdió la chalina! Ja, jay... Ja, jay.,. Ja,
jay .
..
-¡Y el sombrero, también! ¡Y va a las vueltitas! ¡Hijo'e tuca,
mundo alegre: yo lo busco y
él se pierde!
-¡Y ya dio el chino una vuelta enterita en el primer remolíno!
, -¡Y ahí quiere hacer pie y agarrarse de una champa. y pero
le escapa y el agua se lo lleva
, y se lo lleva, no más!
-¡Huija!  ¡Criollazo de mi flor!  ¡Aquí paro, aquí me llevan
y meta tragar agua pa rebajar tanto vino! –
¡Mírenlo al pobrecito templao! ¡Ya se le estará pasando la
calentura con el agua fría
!
-Si parece un patito negro con copete y todo. ¡Epa, amigo,
hágase respetar por la corriente!
. - ... ¿Respetar? ¡De dónde! La correntada no le da calce ... ¡Y se va un criollo lindo!         '
-:Esa! Le tiró un agarró a una rama de sauce, pero le escapó y ¡lindamente navega!
-¡Se va el morocho de rulito, con agua y vientito fresco!
¡Bien hecho, por atrevido!             .
-¿Cómo por atrevido? ¿No lo tentabas vos?
-¿Yo? ¡Qué más lo quisiera ese pililo milagriento! Yo tomaba mate lo más distraída...
-¡Sí; muy distraída! ¡No te se vaya a aparecer el Mandinga en figuras de un curao!
-¡Ave María Purísima!
-Bueno, muchachas... Ya casi no se ve; vamos a los quehaceres.
-Váyanse ustedes -replicaba la picaronaza de la Felisa-.
Yo me quedo aquí a gozarla hasta lo último… Si por allá se
divisa al pobrecito. ¡Parece gallo pelajiao caído al agua!
- Como ' gallo clueco va a quedar en cuanto lo acapuje tu hermano.
-¡El tuyo! Pero, ¡mírelo! Si ya va queriendo hacer pie.
- Y segurito que ya se le va apareciendo el de la casaca colorada... Bueno: vamos a poner la olla al fuego que, a lo mejor, llueve algo.
Y se iban las dos hermanas mayores, pero la Felisa, la menor,
se quedaba a los momentos finales y movidos curioseas por entre
las colgantes ramas de los sauces. La seguía gozando al recordar
las figuras del curao en seco y en remojo. Y soltaba locas y solitarias carcajadas.
Ya las hermanas habían puesto la olla al fuego y preparaban    brasas para el asado.
  Allá, como a doscientos pasos, aguas abajo, el acequión se ensanchaba tanto que perdía empuje la corriente. Por allí, recostado en las asoleadas aceras, se dejaba estar el tonto del hermano, dando fin y acabo "a las sabrosas tortas. De' repente le parece oír gritos y bullarangas  y, entra en cuidado. Se pone de pie al ver venir boyando a un sombrero y una chalina. Entra en el agua y va pescando las prendas que la corriente trae, y las tira detrás de un tupido monte para que, ocultas, se sequen al
sol
. Y ya ve venir a un criollo a los tumbos y, comedido y
atencioso va a su encuentro con sonrisa amiga. Se le allega al
remoj
ado ¡tan atento y servicial! y lo saluda con un -¡Salú,
paisano! _ y le arrima sus ayudas y lo abraza y lo vuelve a
abra
zar. Sus dedos, no tan lerdos, se entran en los bolsillos del
tirador, de la chaqueta, de los pantalones y, entre consuelos y
comedirnientos, salen con pasos fuertes que entran en sus dominios. Suaves y cariñosos esos dedos vuelven a entrar vacíos
y salir con' rastra en los, bolsillos ajenos. El curao, con tantos
tumbos en agua fría, 'está que no halla su centro, pero siempre
ent
re alumbrado por los luceros de la donosa. Y se afana por
explicarle a su nuevo y buen amigo todo lo que le anda pasando
po
r ser bueno y de corazón abierto como criollazo de ley ...
-Sí, sí -le contesta por señas, y más le sonríe y lo palmea
y. a todo le hace gestos de aprobación y entendimiento, y le sigue ayudando y arrimándole consuelos. Y el remojado, cada
v
ez s enternecido, le va diciendo con palabritas cortadas,
con
fríos y: calores, hipando y trabándose, que por llegar a una'
donosa que le ofrecía su amor, vino a perder el pie en medio
del
acequión, cuando ya estaba por alcanzar la gloria. Y que
el agua ¡esa maldita agua! se lo llevó y se lo llevó, no más
;
pero que la rebonita lo espera con matecitos dulces, tortitas y ...
-Sí, sí -asiente el salvador, y el curao le pide al amigo
de la casaca colorada que le arrime palabr
itas de consuelo a
sus tristes andanzas. Y el buen y acariciante amigo lo consuela
de
todo corazón con palabritas y musarañas con las caras casi
pegadas
, y más se entienden porque así son las andanzas del
amor criollo. Por fin los dos aparceros salen del agua y se
sientan sobre la
arena secante y calentita y allí la siguen en sus medios parloteos, entendiéndose y pasándose las señas de las  desventuras gauchas. Y vuelve el que por agua vino a contar,
itan enternecido!, el rosario de' sus desdichas: Si estaba a las
puertas mismas del dorado amor, cuando
... Pero, ¡no importa!
Él volverá tan sólo a
ver a la palomita en su nido, para ofrecer-
le en las palmas de sus manos lo grande
 y duradero de su cariño: Pero el de la casaca colorada le dice y le vuelve a decir
que no; que otra vez
, será, cuando venga bien empilchado y no
bien cobre
la quincena... ¡Cómo va a ir ahora si ha quedado
sin pilchas y como pollo remojado? -¿No le parec
e? -¡Cierto,
amigazo!-
. Volveré otro día... -Ya el de la, casaca colorada
está de pie, se empina, se entalla, se cuadra y le hace la venia
de despedida al curao, y éste
, que practica los ejercicios doctrinales los domingos en los que ejecuta marchas y giros bajo
mando militar, se pone de p
ie y responde apagadamente con
otra venia; pero, porfiado
, quiere seguirla otra vez, más enternecido y enamorado con el calor del solcito. Mas, el que lo
sacó del agua se ha puesto
ceñudo y le guarda las distancias;
se cuadra
con más ardor, elevándose en la punta de los pies y
ya no quiere saber más nada de embrollos ni musarañas. Hace
su final saludo militar con todas las de l
a ley y mirando, fiero…
El curao comprende
: sale al callejón a las renqueadas y, pasito
a paso
, se va alejando. De cuando en cuando vuelve la cabeza, mira para atrás, pero la ceñuda figura de su salvador le ordena por señas su camino y el curao obedece y se pierde' por el callejón abajo.
Muy luego el tonto hace el balance de los pesos cosechados. Guarda mitad en un bolsillo y con el resto se va a. la pulpería
con abasto de carne
. Llega muy entonado al negocio y compra
azúcar, yerba, arroz, harina, tabaco, un frasco de vino y una
arroba de carne
. No bien lo despachan rumbea para su casa y
hac
e entrega a su hermana mayor de todos los bastimentos, Las
otras hermanas lo regalonean y él, generoso y desprendido, les
regala unos pesos y ellas se vuelven una bullaranga de risas y
planes
. Y el tonto, en el colmo de la dicha, se acuesta en su
cuja para que, acostado como' regalón
, le sirvan de comer y
de beber sus hermanas y
luego del matecito dulce le hagan
s
ilencio para dormir su larga siesta.
¡Que nadie se propase a cavilar que, aquí hubo convenio,
acuerdo o plan! No
, señor: todo nació sin palabras ni musarañas el día que a, la Felisa se le antojó hacerla señitas, a un curao Curao que al cruzar el acequión se fue al agua 'y el tonto, que estaba tomando solcito, fue a sacarlo y, sin querer, se le retalaron los dedos ... De ahí nació todo. Sí don... El que se avance a creer otra cosa ¡la yerra! ¡Si era el agua correntosa, señor, la que convoyada  con ese puente. tan sin figura se las componían, entre los dos, para hacerlas y deshacerlas!...
De Cuentos mendocinos


2 comentarios:

  1. Hola, hay errores de tipeo en el cuento El ahogado, si pudieran corregirlo sería muy bueno. Cito:

    "En muchas partes he oído acerca de "ahogados". Quien más quien menos nos relata que estaba. "bellísimo", otro que era horrible como escuerzo, y así cada uno con su versión.
    Cuando yo vi al ahogado en la playa, boca abajo, bebiéndose el océano con sed infinita, tuve la sensación de' que..."

    Gracias y saludos.

    LP

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  2. 1) ¿Qué significa la expresión “no somos nada”?
    2) Explicá brevemente de qué se trata el relato.
    3) Adaptá el cuento a un texto teatral. Para ello deberás imaginar a los personajes, escribir el parlamento de cada uno y las acotaciones (No olvides que el tipo textual utilizado en los parlamentos es dialogal, es decir, se presenta en forma de conversación).
    4) ¿A qué género dramático pertenece tu adaptación? Justificá tu respuesta

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